Publicado el 14 de Agosto de 2023, Lunes José Gordón Márquez
Azuaga - Opinión -
Pláceme no salir de mi pueblo para contar una historia de amor
entre dos adolescentes, para mí, la edad más hermosa del ser humano. Cierto que
con una personalidad aún no definida ni consolidada y con algo de locura. Pero
es precisamente esa pizca de locura la que hace que sean de mi veneración.
Está enclavada Azuaga en la Betulia Túrdula, de histórica
riqueza a juzgar por los abundantes y valiosos asentamientos neolíticos, y
yacimientos arqueológicos, coronadas en noches serenas con un cielo de
diamantes y de día bajo un sol de justicia, alfombrada a sus pies de suave
esmeralda primaveral y cabalgando a lomos de un potro invisible derramando sus
casas en dos blancos lienzos a ambos lados de su columna vertebral. Siglos atrás era sólo un grupito de casas y repartidas
alquerías.
Asentada en ella una tribu bereber después de la invasión
musulmana, la componían unas pocas familias. Laila, que así se llamaba nuestra
joven y hermosa agarena, hija de una de las citadas familias; una limpia mañana
la vemos bajar con su cesta de ropa al riachuelo existente cercano al lugar.
Todos los días sus bellos ojos se deleitaban con el paisaje multicolor y a
veces, cuando venía de vuelta, dejando la cesta en el suelo se paraba a recoger
algunas florecillas silvestres.
Aquel día, mientras cogía unas azucenas, se le hizo oír un
lastimero quejido no lejos de allí; pero creyendo ser caprichoso sonido del
viento que jugueteaba entre los matorrales que bordeaban el camino, prosiguió
cogiendo las flores con intención de formar un bonito ramo, que luego regalaría
a su madre. Un segundo quejido, ahora sí, lo había escuchado con perfecta
claridad. Procedía de una hondonada que hacía el terreno donde limitaba un
camino. Se acercó cautelosa y estuvo al borde del desmayo cuando con
expresión asustada descubrió que se trataba de un joven herido, el cual pudo
luego saber que había caído del caballo, encabritado éste, pues se le había
enredado en una de sus patas delanteras una anillada serpiente. Salió el bruto
espantado corriendo por el ancho campo y él quedó tirado en el suelo cubierto
de heridas.
Desde el momento en que sus ojos cruzaron la primera mirada
tanto Azualla -que así se llamaba el joven- como Laila, quedaron
fulminantemente enamorados uno del otro. Ella, quitándose el velo que cubría su
ensortijado cabello fue limpiándole la sangre con especial y delicado cuidado.
Sus rostros y respiración estaban tan cerca que Azualla dejó momentáneamente de
sentir el dolor que emanaba por las bocas de sus múltiples heridas. Acertó pasar por allí un campesino que la ayudó a
incorporarlo y entre los dos lo llevaron a casa de Laila donde se restablecería
al poco tiempo con el regalo de tan cariñosas manos. El hechizo que ella sentía
por el joven, parecía embargarlo también a él, que veía con disgusto que pronto
tendría que marcharse y alejarse de su bella cuidadora.
Pero no sería así; ya no era posible separar a aquellas dos
almas una de la otra que amor había alimentado.
Pensando poéticamente puede imaginarse que el nombre de
Azuaga proceda del nombre del joven.
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Noticia redactada por : José Gordón Márquez
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