Publicado el 15 de Febrero de 2024, Jueves J.J. Caballero
Cultura -
Menos mal que al final el mal era menor. Contra todo
pronóstico, los que abogaban por la paz y la concordia, los adalides del todo
vale y el poco cuesta, subieron al escenario a inflamar con sus proclamas los
pitipiés que nos trajeron hasta este lugar. Ni la tecnología moderna ni las
altas prestaciones de sus lacayos nos acogieron entre sus nalgas de la manera
prevista, previo pago al precio caro de sus encantos. Irresistibles e
indecibles al descaro y lo preclaro de sus arengas, no pudimos resistir la tentación
de responder a las nubarrones con el fuego interior, desde donde la ciudad una
vez hirvió con las armas que ahora no encuentran ni en el mercadillo de guerra
exterior. En algunas batallas no fuimos los fusilados, sino los héroes
secundarios, los deuteragonistas que ocupaban tantas páginas en la literatura
de postventa a cuyo mal servicio recurrimos cuando la diana nos fue entregada
sin posibilidad de atinar en blanco alguno. Al negro nos suscribimos; al azul
sucumbimos; al gris recurrimos, y al marrón nos proscribimos. Nuestro rol
estaba claro antes de nacer y nadie nos advirtió del peligro de huir por la
puerta de atrás sin mirar si había entrada delantera. Delante de todos y ante
todo, no nos debe faltar el mínimo tiempo de cortesía, aunque sólo sea para
comprobar que las sombras nos siguen acechando.
El río
de la fiesta continúa su curso calle abajo. En las acequias se acentúa la
mojiganga mientras el cauce se entretiene a mirar cómo las flores se
autofecundan sin gracia. A falta de adarce, los restos de la mínima corriente
dialogan con las sumas de la máxima pendiente. En un diálogo demencial, las
voces se agrandan y se deforman como en una mascarada gigantesca y única. Las
lenguas se entrelazan y las mejillas se perforan de besos afilados, mientras
las navajas suenan más romas que nunca. Es ese sonido, el del vagido imposible
de acallar, el que nos recuerda de dónde somos, a dónde hemos venido y dónde
vamos sin salir de la casilla de salida. El pozo de los deseos y el gozo de los
mareos unen fuerzas en su cita para el pluscafé, sin ser conscientes de que el
roce continuo de las ansias, anterior a todos ellos, lubricará de nuevo el
orificio de sus carencias. Ni en cien endécadas ni mil décadas de sombra
duplicarán la oscuridad a la que ya nos han acostumbrado. El alba nos pillará
albanados, soñando el único sueño posible y amañando con el último dueño
imposible la posibilidad de permanecer en silencio por toda la eternidad. Viramos
dextrógiros con el destino, lanzamos microgiros por el camino, ahuyentamos
cualquier giro supino que pueda enturbiarnos antes de llegar a la meta. Nunca
fuimos tan valientes, ni tampoco tan exigentes.
Hay
tanta cáfila aullando aquí y allá que se hace difícil distinguir lo que nos
dicen al oído. Es tanto el poder de convocatoria de unos pocos y el saber de
exculpatoria de otro muchos que los seres cacoquimios en que nos han convertido
no podemos ni debemos acudir en busca del nuevo placebo redentor. Tal vez
porque no se fabrican pastillas para no dormirnos en los laureles lo vemos todo
doble, cuando en realidad deberíamos aceptarlo tal y como se presenta ante
nuestros ojos, con mil aristas y esquirlas con las que salpicar nuestra
percepción, y eso sin que ésta se halle alterada por sustancias prodigiosas.
Nos aplicamos el cuento gallardamente, con el orgullo impostado de otro tiempo
y lugar y el giste rebosando por el labio superior. Encomendándose y
enmendándose mientras a algún ser inferior que siempre está por encima de
nosotros. Dictan majaderías por entre el mucílago de sus vísceras y dejan ver
sus dientes infames entre las guedejas, juntando hilo sin puntada y filo con
untada. ¿Será este el momento de levantarse en mitad del desayuno y servirlos
como almuerzo frío para la cena del día después? Si alguien tiene la respuesta
es que aún no se ha enterado del argumento, ni mucho menos del final, que es el
mismo que el comienzo. Al principio conviene renunciar a los principios y
denunciar las conclusiones, si no fuera porque luego nos damos cuenta de que
son las propias las que nos devuelven al umbral de entrada. Sus escalones,
llenos de hierba seca y deseos poco fiables, nos conducen a otro ascensor que,
esta vez tampoco, sólo aguantará una planta con la puerta abierta y la luz roja
encendida. Pulsen, pisen y pasen. Esperen, reparen y comparen. No hay nadie al
volante. Igual que ayer.
Disco del mes: Sprints – Letter to self
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Noticia redactada por : J.J. Caballero
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