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Cultura
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POR J.J. CABALLERO
DESDE EL JERGÓN
Publicado el 16 de Febrero de 2015, Lunes

Lourdes Paredes Cuellas

Cultura -

Basta de gritos. Así no se puede pensar. Ni gritar en respuesta. Antes del amanecer las voces discordantes habrán sido tantas que ni la muchedumbre sabrá cuál es su nombre, el que ruge con cada pliegue de las sombras, la marabunta que muge silenciosa y barrunta una venganza duradera que nunca cumple su amenaza de vida. A la muerte la dejaron ya por imposible. Ella sabe estar donde no se la necesita y llama por teléfono a cualquier prima hermana que pase por allí y plante su tenderete vacacional ofreciendo el infierno más cercano al mejor postor. No hay regateos ni contraofertas que valgan, es un juego en el que solo pierde quien menos tiene que ganar y empata quien más tiene que ofrecer. Es en la contradicción donde mejor se cultivan las semillas del dolor y la desesperanza. Qué rabia, y cuántas ocasiones perdidas en la lenta magia del atardecer.

                Membranas que no se pueden separar. Ósmosis de gente incompleta. Memorias de unas furcias que ríen. Antídotos contra la vergüenza. Sabiduría de salón de belleza. Calmantes ante amenazas de inyecciones letales. Memorias anegadas en embustes. Altas temperaturas de hígados insolventes. Esterificaciones de alcohol y agua. Ganancias entre pueblos indigentes. Calimas calenturientas y calenturas calmas. Maldades absolutas y abominables. Pleuras sin poder de adherencia. Respiraciones entrecortadas. Catéteres cortados por el cuello. Escenas de pánico. Saludos cordiales desde el más allá. Gabardinas colgadas boca abajo. Genitales expuestos en la carnicería. Esquinas dobladas en línea recta. Todo eso y mucho más.

                El espejismo es artero y retrilla la simiente que otros pisaron después de almorzar. Como toda coartada, oculta el verdadero crimen y busca refugio en las horas desiertas de la madrugada, sobrevolando el páramo del que brota un cuerpo con una alma nueva y un cuchillo clavado en la espalda del vecino. Si llaman a la puerta el silencio responderá por nosotros, y si vuelven a llamar será la barahúnda interior la que truene y ahuyente a cualquier demonio por amenazador que resulte, y ni las bisagras más barnizadas soportarán la fuerza que pugna por abrirla de par en par. Que pare el ruido. Que grazne el aire. Que sortee la curva el ciclista abnegado y mire hacia arriba en señal de victoria. Que duela la entrepierna y el semen se congele en la sangre. Que nos ahoguemos y bramemos de excitación. Que gire el mundo y nadie lo sepa. Que se cierren las ventanas del abismo. Que llegue por fin nuestra hora y sea ya tarde para actuar.

                Si cada vez somos más bigardos habrá que buscar las razones. Antes nos levantábamos con solo oir la palabra exacta, ahora nos retiramos al primer giro inesperado del guión. A lo mejor es que no debemos aprendernos el texto de memoria o deberíamos dejarnos llevar más que los demás, o sería conveniente que probáramos a recordar lo que debimos hacer y no hicimos en lugar de rehacer lo que ya está hecho y no recordamos. Es el juego mismo del sinvivir, no necesariamente incruento pero siempre insatisfactorio. Por ahí no, nos dijeron hace mil años, y tomamos direcciones recurrentes que arrastraron nuestros lodos hasta estos ríos de pegamento en los que nadar contracorriente empieza a ser estrictamente necesario. La prudencia nos hizo un guiño en el primer recodo, como la chica de la curva que aseguraba haber muerto allí mismo después de subirse a nuestro coche y desaparecer al segundo parpadeo. ¿Por qué no al primero? Porque, sencillamente, nosotros aún estábamos allí. Subsumidos, sometidos, conminados, ninguneados, obviados, asumidos, mediatizados, obcecados, finteados, burlados, vareados y por supuesto juzgados hasta la extenuación. Que acabe el baile que aún le debemos a la chica de ojos tristes y que empiece la fiesta de verdad. El movimiento se hace andando, y se anda el camino al bailar. Caminante, sí hay camino, empújenos a la conmiseración y déjenos al libre albedrío del frío de la libertad. Según otras absurdas entelequias, mucho más pedantes aún que estas líneas, para completar una determinada actividad es necesario un fin que la justifique sin importar los medios, algo irreal y brumoso, indeterminado en su propia definición. No se conoce aún si alguna vez se premió al seráfico escriba que intentó cantarle al desamor para acercarse un poco más a Dios, ni si éste consiguió escuchar un día su inmarcesible plegaria. Todavía hoy parece oírse entre el algodón del cielo de invierno.

                Cuando mañana, nada más despertar, abra el viento su nueva hoja de ruta y se empeñe de nuevo en rorar las paredes, nada de lo escrito permanecerá fresco. Será el momento de cambiar, de abrir todas las puertas y ventanas, de descorrer las raídas cortinas y de sonreírle al profeta de la calle de enfrente, el que había predicho el diluvio y se equivocó de fecha.  A él nos encomendaremos antes de que vuelva a ser demasiado tarde para marcharse de aquí y de cualquier otro lugar para siempre. Aún hay tiempo, lo único que necesitamos saber es para qué.

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