Publicado el 17 de Abril de 2017, Lunes Lourdes Paredes Cuellas
Cultura - Sales del mal augurio y sigues sin encontrar las respuestas a tanto acertijo inútil. Las preguntas son tantas y tan complicadas que por mucho que mires hacia adentro siempre encontrarás algo que dejarte afuera. Vueltas y revueltas a la misma tuerca para no apretar ni aportar nada hasta el final. Algunos valientes se atreverán a mirar a la verdad a la cara y adivinar el porvenir, mal que bien disimulado entre los pliegues de un futuro cerrado a canto y a cal. Es menester no protestar, solo sentir que el tiempo se escapa entre los dedos para justo antes de llegar al suelo volar hacia ninguna otra parte, donde nuevas manos lo sobarán para dejarlo igual de intacto. Está por encima de todo y de todos, ingobernable y sutil en su omnipotencia.
Sumidos en una panoplia de malas ideas y peores pensamientos aguantamos la nueva racha con que el temporal tiene a bien obsequiarnos resentidos contra la primavera que prima la primera vez que llegó para quedarse nunca hasta el final. Idas y venidas, salidas y llegadas, puertas y ventanas. Peatones que corren y atletas que caminan bajo la tormenta. Arbustos combados por el viento, robustos pero curvados por el tiempo. En el término miedo está la mejor virtud. En el temido medio anida la peor senectud. La de quedarnos sordos, mudos y ciegos sin haber visto ni la mitad del mundo que debemos. No hay entelequia que se nos resista, hemos ganado terreno para alejarnos de nosotros mismos y aún no hemos averiguado cómo salir del laberinto. Segamos la esperanza mientras sesgamos la crianza. No hay salida para los hijos de la fe perdida. Menos mamandurrias merecimos, más raros premios obtuvimos. La vida para el que la trabaja, lo mismo que si persigues un teorema milenario no puedes escribir en una sola nota todas sus fórmulas. Así de imposibles podemos ser si nos lo proponemos. Una vez un sabio escribió en la corteza de un árbol que cada uno de los anillos de su interior no era sino un silencio repetido en forma circular que gritaba por los cientos de palabras que las raíces querían pronunciar. Como tantos sueños sin plasmarse, la ira de los hitos no conseguidos nunca podrá dormir tranquila. Descanse en paz.
Estamos entrando en una zona temporalmente autónoma donde cada cual debe cargar con su cruz y debemos saber que el hierro y el níquel se fusionan en el centro de la tierra para aliviarnos de cualquier mal. La meritocracia es exquisita y funciona a la perfección en este pequeño ente autosuficiente. Solo comemos el fruto de la tierra y nos bañamos en las aguas que vieron morir a los dinosaurios. Para calentarnos solo necesitamos el aliento de nuestros semejantes y nos entregamos a los placeres de la carne con tanta pasión como instinto de supervivencia. Nos mostramos expeditivos con todo aquel ser o tal cosa que pretenda apaciguar las aguas revueltas, pues así nacieron y así deben permanecer. En cuentas sin contar que echarán generaciones que no generarán cuenta alguna se contarán géneros neutros que hoy ya se cuentan por millones. Las cosas están cambiando y es hora de enloquecer con ellas.
Los egresados y los ingresados han regresado para quedarse. Aquí aún respetamos los engranajes que mueven los hilos sin que seamos muy conscientes de ello. Preferimos reírnos y nos referimos a quienes ya no están, los que un día decidieron marcharse para no mancharse más de la cuenta. Quizá nuestro mayor delito ha sido querer demasiado y con demasiado empeño. La cuestión es que no sabemos a qué o a quién. Por las narinas se escapa el aroma de la escarificación más reciente, y no es precisamente un olor agradable a cocina vieja, a roble enfermo y tardes perdidas. Es solo que no hemos sabido capear el temporal y las nubes blancas se hacen rosas sin pétalos ni tallo que las sostenga. Consecuentes con todo y consistentes en nada. Se hacen bola las biznagas de jazmines que cosechamos en el jardín de los días perdidos y vuelven a florecer entre las uñas de los pies. Echamos la vista atrás para ver lo poco que hemos avanzado. El camino, entre la bruma de una hora crepuscular, se intuye intrincado, pergeñando nuevas revueltas por las que perderse en el bosque y no volver a aparecer ante nuestra vista. Sabe que no podemos brindarle unos pasos seguros, por eso abre las cuevas que lo visten. Entretanto, desnudos como piedras, miramos hacia abajo y creemos que no debemos dejar de creer. Ni de crear.
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