Lourdes Paredes Cuellas

Opinión -

Nuestra diaria actualidad nos hace comprobar cómo desde las esferas del poder económico y político ante los numerosos y extensos casos de errores, incompetencias y corrupción, es difícil, muy difícil, realizar un acto de reafirmación democrática, dimitir.

Según la R.A.E., el significado de dimitir es el siguiente, “Renunciar, hacer dejación de algo, como un empleo, una comisión, etc.”. Si uno lee con detenimiento el significado no se aprecia, por más que uno pueda llegar a leerlo mil veces,  nada parecido a desterrar, desparecer o morir, y digo esto, porque en la inmensa mayoría de los casos en el que alguien se le plantea o se plantea su renuncia, da la impresión de que dimitir debe ser algo semejante a algunos de los términos mencionados anteriormente.

El asumir o dejar de asumir un cargo de responsabilidad es la esencia misma de la democracia representativa, con la misma naturalidad con la que se está en disposición de aceptarlo se debe estar para renunciar al mismo. Es difícil encontrar personas que pongan tantas trabas y dificultades a la hora de tener la posibilidad de ocupar cargos de responsabilidad, como después para facilitar su renuncia al mismo.

Esta generalizada costumbre española de negarse a la renuncia, digo española porque es conocido como en el resto de países de nuestro entorno europeo este ejercicio se realiza con una mayor normalidad, provoca que aquellos, por desgracia muy minoritarios, que deciden dimitir de sus responsabilidades por cuestiones tan “extrañas” como el agotamiento, el error, la discrepancia o el desacuerdo, tienen que soportar el estigma de la sospecha.

Porque los buenos ejemplos siempre son importantes en una sociedad, independientemente de su filiación ideológica o política, es en estos momentos donde podrían existir una gran cantidad de ellos, ante una sociedad que padece una importante y justificada desconfianza hacia sus responsables y dirigentes.