Publicado el 15 de Septiembre de 2015, Martes Lourdes Paredes Cuellas
Cultura - Dando un doble salto mortal sobre sí mismo e irguiendo su barbilla por encima de los hombros, el tipo que no se refleja en los espejos se vampiriza una vez más. Le han crecido pelos ralos en los sobacos, hace siglos que no se asea y la segunda mano de lectura de manos le vaticina desgracia por segunda vez. Son los signos de los tiempos. Después de recuperar la horizontalidad, masculla una disculpa para salirse del tiesto y desempolva la bandera de la victoria. Emprende el viaje a la cima de la colina con resentimiento y un odio ancestral a la tierra que plantó las turbias semillas que ha de desterrar para siempre. Cavar la tumba de un nuevo amanecer no es tarea fácil cuando te lo arrebatan todo y solo te impulsa la sed de venganza y unas manos enemigas cuyas líneas se cruzan en un destino mucho mejor que el tuyo. Todos lo sabemos por experiencia ajena y vergüenza propia. Son los sinos de los humanos. Deshumanizados, pero vivos.
En el récipe que leyó antes de abandonar la lucha rezaba que pasase lo que pasase, jamás debía compartirlo con sus semejantes. Cualquier viaje al destino equivocado, cualquier movimiento en falso o cualquier paso mal dado podrían resultar fatales para el desenlace de sus intenciones. No podríamos utilizarlas en su contra si alguna vez decidiera recurrir al juez supremo y seglar ni debiéramos pensar más de un segundo en lo que podría hacer con ellas. Son las armas de quien no sabe disparar. Como un conejo gastado y rengo, sin collar al que aferrarse ni olfato con el que sobrevivir, solo le queda la opción de reinventarse, renombrarse y renombrar a los que le señalaron como el innombrable, nombrando a todos los hijos de malas madres que intentaron poner nombre a quien nunca quiso uno. Los hijos no consentidos pueden dormir tranquilos, emprendiendo excursiones oníricas debajo de un sicómoro egipcio, con la remembranza del río sanador a sus pies y la sequedad de boca del asesino que aún no sabe que lo es. Mantengámonos alerta ante tanta mente enferma, no vayamos a contagiarnos.
Aquello que conservamos en puridad será pervertido en cuando nos descuidemos. Lo sabe, y antes de resignarse prefiere resentirse. En lugar de regocijarse prefiere reanimarse. Donde debería remitirse empieza a remirarse. Después de revelarse sabe cómo rebelarse. Ante el hecho de rendirse antepone el de remangarse. Así se reafirma y se renace, volviendo una y otra vez sobre sus pasos a rehacer lo que un día alguien debió recuperar. Por propia cerrilidad, que no orgullo, vive en un ómnibus que todo lo engrandece y lo hace a la vez mucho más pequeño. Desde sus ventanas la panorámica no es demasiado halagüeña y los reflejos se emborronan fácilmente, por lo que la introspección es el mejor ejercicio a cualquier hora que se atisbe algo de luz entre la bruma. Mira mucho y a veces ve cosas. Observa cómo las personas se ocultan en un manto de cerrilidad, se privan sin darse cuenta de la otra mitad, se entregan a la práctica de la postración sin mesura ni remedio. No le gusta lo que hay al otro lado del cristal pero sabe que todo esfuerzo es inútil. Levanta su capa y se refugia en su amable hospitalidad mientras piensa en lo absurdo de las nubes y del viento y de los árboles. Yo no quiero esta vida, tan solo me fue dada al empezar a respirar. Caminaré como me enseñaron hasta que aprenda a dar mis propios pasos. Necesito barro en el que dejar las huellas que otros seguirán cuando estén a punto de ser borradas y no quede mucho egoísmo al que echar fuelle. Hola y adiós.
Ahora el héroe se transforma en un lagarto timorato y hambriento al que le cuesta salir de su agujero. Un zamacuco vulgarizado en piel y efluvios, una especie de oxiuro que desova en los sueños ajenos e impide que las cosas crezcan. Un alfeñique venido aún más a menos al que le gustaría ser el centro del deseo en una saturnal de cuerpos mojados y desbordantes, una mancha en el inmaculado papel de la ley. Solo hacen falta unas palabras y una pócima eterna y fatal para que todo lo estudiado, todo lo vivido e incluso todo lo matado se revuelvan en un certero balazo de certidumbre y conciencia. En ese momento cambiarán las tornas y el traspiés no será sino una zancada gigantesca hacia la plena placidez. Se sabe cuándo empezó a imaginar que todo podría cambiar, lo que se ignora sin solución es cuándo empezará a saber que nada lo hará
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