Publicado el 16 de Enero de 2024, Martes J.J. Caballero
Cultura -
Ruido. Tembloroso y cimbreante ruido. Ruido de
cerillas al apagarse y de noches al encenderse. De cómo el propio aire, en
tremolina vil, transforma en esquinas cualquier conato de rectitud. En el
rincón de los olvidados, con las orejas tapadas de frío y la cabeza seccionada
en mil líneas de incertidumbre, escuchan la música que nunca amansará a las
fieras aquellos que saben dónde está el punto y final al seguido de las comas
que citan a otros menos fieles a sí mismos. Muertos de hielo y de cielo,
envidiados por el odio propio y convidados por el oído ajeno, se revuelcan en
sus lúgubres moradas de intemperie mientras el antepenúltimo capítulo de la
fiebre se les adivina en la frente. Es la señal de la santa cruz, que nuestros
enemigos atribuyen al mal de sentirse enemigo en territorio hostil. Del altar
al que se aproximan con retraso las prónubas vestidas de negro inmaculado sólo
se vislumbran los vestigios. El prestigio no es sino más estigio con cada
plegaria inútil. Ya nada sobra cuando se trata de contar cosas que antes no
podíamos ni imaginar. Todo falta ya cuando la cuestión es cantarle a las cosas
que hace tiempo deberíamos haber supuesto. Como posibilidad, la de volverse
humano otra vez no se contempla; de ahí que nos pongamos el traje de fiesta, el
mismo del año pasado y el viejo del anterior, y salgamos como el diablo que
habita nuestra alma a desfavorecer la última noche del año. Tan pasada de moda
como las otras, todo sea dicho.
A dicho ruido no le afectan ni el cauro ni la
corriente alterna que acecha desde otras latitudes. Al sonido que escuchaban
los de la puerta de al lado tampoco le engañan las palabras que no se dijeron
ni las voluntades frustradas. Alcanzan y rechazan los términos de la enmienda,
esos que inventaron, intentaron e instauraron sin consultar a nadie de los que
los apoyaron sin saber quiénes eran en realidad. Si algún día las preguntas nos
hicieran salir de nuestras casillas o las respuestas nos pudieran hablar de las
rencillas no tendrían dónde esconderse. Serían los últimos sin haber llegado a
ser los primeros en nada, como un aeronato que ignora por dónde agarrarse a sus
raíces o algún diastema malformado por el que se escabulle el condumio vital.
Aprenderán a morder con los dientes de los espíritus. Consentirán en recibir
las respuestas de bocas desconocidas. Entretanto, los que dormitamos por no
hacerlos despertar de su fantasía inútil conservamos la lucidez en la punta de
la lengua, justo en el punto donde se unen las vísceras y la conciencia.
Revirtiendo las leyes de la física y pervirtiendo las normas de la química,
renacidos de antuvión en félidos sin garras y preparados para un ataque por
sorpresa.
Ritos apotropaicos moverán el mundo sin que la
inteligencia artificial pueda unirse al ágape. Será el momento del hambre, el
que de verdad mueve los hilos del universo y sólo puede compararse a un pozo de
ambición sin fondo ni forma. Informa el que reforma. Deforma el que conforma.
Se confirma que quien firma afirma no reafirmarse en su propia injusticia. Se
lanzan monedas al aire, sin escusón ni eslabón perdido, para que la cara insemine
a la cruz y cada día sea idéntico al anterior. Vientos de cambio para que los
tiempos sigan siendo el mismo. Piensos de recambio para que los sentimientos
vuelvan a ser distintos. Canciones de despedida para principios felices.
Epílogos con firma para índices anónimos. Cuerpos decumbentes contra almas
decadentes. Antes de llegar ya hemos vuelto. Así el camino se hace eterno y las
luces no son más necesarias que las sombras. Anochecer y renacer vienen a ser
una misma cosa, mientras que el sol sea tan tímido que no se atreva a mejorar
el contraste de la foto del día siguiente. Dediquémonos a buscar el secreto de
la sabiduría, incluso el puñetero santo grial, en las líneas deformadas de
construcciones ciclópeas que una mano inocente pergeñó en perjuicio de otras
muchas. No sean tan imbéciles de perderse al recorrer esos recovecos que a
nadie interesan, sobre todo porque puede que ahí se encuentren con su verdadero
yo. Son los prebostes de antaño frente a los capitostes del año. Por cierto, se
nos va otro tiempo efímero y vano sin agio ni presagio bueno. Ciñámonos a la
logomaquia que todo lo cura, o por qué no, a la magia que todo lo purifica. Al
fin y a la postre, los días que no volverán sólo serán eso: Ruido, contagioso y
henchido de demagogia.
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Noticia redactada por : J.J. Caballero
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