Publicado el 15 de Octubre de 2016, Sábado Lourdes Paredes Cuellas
Cultura - No hace falta añadir ingredientes a la receta. Cojamos cualquier animal, reventémoslo de piedad y buenos alimentos y azucemos los egos respectivos con palabras de alabanza. Hacia el palacio de la sabiduría, por el camino de baldas amarillas, los pinches serán un león de hojalata y un hombre cobarde, y la niña a la que guiaremos al centro de la madriguera llegará siempre tarde a su fiesta de cumpleaños. A cambio, el sabor del plato ofertado rellenará su estómago y el del mamífero que la apadrina, cayendo a través de agujeros con siglos de antigüedad. Ahora sí, ya podemos decidir si el menú es definitivamente comestible, solo falta dilucidar si por nosotros o por las ratas de abajo.
El devorar lleva consigo cierta discriminación. Le hincamos el diente al más abultado celacanto, más por su condición de fósil viviente que por avivar nuestra parte más esnob, y relegamos al igualmente suculento vivíparo a un lugar menor, oscurecido por el olvido como las respuestas que pronunciamos sin escuchar las preguntas, de ahí que todo a veces nos resulte tan extraño. Presumiremos después, mañana o el día después de pasado mañana, cuando despertemos en otra cama que es la misma de siempre y olisqueemos en la piel las babas de alguien a quien no queremos conocer jamás. Como resultado obtendremos el más resalado resaltado que podamos resolver, así no habremos de preocuparnos por qué dirán, sin artículo ni preposición, porque dirían lo que digan los que dicen que no diremos nada nunca más. Donde digo decid, cuando digás diré. Diretes y sí señores. No, que los pares ya no son nones. Quizás, por los siglos de sinsabores. Suma, sigue y resta.
A merced de la tempestad la falúa transporta las cabezas de ganado que trabaron amistad con las criaturas marinas. Solo son eso y no lo que parecen, simples trampantojos dispuestos con la picardía suficiente para hacer nuestras tragaderas mucho más amplias. Y lo que nos quede por engullir. Suenan las sirenas del puerto, las nubes se ciernen implacables y todo vuelve a su lugar de partida, a la eternidad de la que nunca debió salir. El gancho para continuar no es solo el viento fresco del norte, sino también la promesa de otro sur al que es tan difícil llegar como perderse en su iridiscencia. Otra cualidad que admirar en ciertos reptiles que nos contemplan, indolentes al último sol nocturno, transpirando aire mugriento y devolviendo fluidos a la atmósfera. En su autonomía adquieren un aura de permanencia, de ley universal que sobrevivirá a cualquier bien o mal que podamos causarles. Merodeos que no van a ninguna parte, menudeos que no giran hacia ningún arte, mercadeos que no alcanzan ningún descarte. Raro es que las víctimas sigan sin quejarse.
Son los organismos autótrofos los que gobiernan el mundo. Los que una vez oxidada la rueca hacen que la aguja siga girando, cosiendo los puntos que sellan nuestros labios con mejunjes casi olvidados por la memoria de las bisabuelas. Es preciso bucear en el mar de los tiempos para descubrir que aún nos queda tanto por descubrir, y el océano en el que podemos zambullirnos sin hacerlo del todo tan inquietante y profundo que pasarán millares de estrellas fugaces ante nuestros ojos sin que aún hayamos siquiera olido la brisa marina. Nos quedamos en la superficie, como hacemos con todas las cosas que no alcanzamos a entender. Será la condición humana, o la confusión mundana, o la contradicción hermana, todas emparentadas en un único amasijo, mortal de necesidad. Para que nadie se sienta discriminado.
Remontamos el río (¿o era el mar?) para encontrarnos en el mismo punto de partida. En el decurso de las últimas horas no hemos salido del laberinto, para no variar el tino. Algún problema habrá, puede decirse bien alto. Alguna alternativa encontraremos, debe proclamarse bien claro. A las faldas de un dios rubicundo, airado y farsante, venteamos las impudicias y le gritamos al mundo que todos estamos al borde del vacío, dudando entre saltar para hacernos grandes o sentarnos para hacernos fuertes, pero que en cualquier momento podemos toparnos de bruces con la certeza que nos acosa desde la mocedad: en un entorno tan viciado, con las posibilidades cerrándose en torno a una sola, cualquier cosa es posible. Incluso que no suceda nada en absoluto.
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