El camino hacia los juzgados se ha vuelto incesante en los primeros días de este año, marcado por las corruptelas de años atrás. Como sabemos, la justicia tiene su propio ritmo, y es ahora cuando debemos enfrentar los delitos del pasado para poder aspirar a un futuro más limpio y democrático, como debería ser.
Cuando un juez interroga, no lo hace solo para descubrir la verdad, sino para demostrar, bajo los presupuestos de hecho, que quien se sienta en el banquillo tiene las manos limpias. Se trata de asegurar que su contratación y las actividades realizadas bajo su cargo sean auténticas, correctas y acordes con el cargo desempeñado. Sin embargo, muchos intentan eludir su responsabilidad.
Frases como “no me consta” o “se supone que algo es cierto” se están convirtiendo en una constante en los tribunales, mientras algunos siguen eludiendo su responsabilidad sobre hechos ilícitos. Lo irónico es que estas personas han recibido dinero del Estado por sus acciones, lo que nos lleva a una conclusión inevitable: si recibes dinero público, debes ser capaz de justificar las acciones y funciones realizadas. Si no puedes hacerlo, más que una vida honorable, lo que estás describiendo se acerca más al delito.
Esta actitud pueril genera una reflexión inevitable: parece que estamos siendo gobernados o dirigidos por mentes sociópatas o egocéntricas que, al repetir sus propias mentiras, intentan convencernos de que son verdades. Sin embargo, por mucho que insistan, estas «verdades» no dejan de oler a podrido. A través de decretos y maniobras legales, intentan deslegitimar a quienes luchan por que la verdad salga a la luz, intentando oscurecer lo puro y lo justo.
Este país necesita una separación de poderes real y efectiva, con la legitimación de cada uno de ellos. Si no actúan en consecuencia, que sean los mismos encargados de dictar sentencia, porque pueden atosigarnos con impuestos, pero no con nuestra libertad democrática.
