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SEGISMUNDO

Éste era un rey que tenía un palacio de diamantes… No, perdón. Ésta es otra historia de  un hermoso poema del gran vate nicaragüense Rubén Darío. Éste era un rey que tenía un reino floreciente. Estaba rodeado de súbditos leales con mucha experiencia y fieles a su persona. Cuántas veces sus nobles lo ayudaron contra las intrigas de palacio ejerciendo de apaciguadores del reino cuando estuvo revuelto. Cuántos servicios prestados sin interés ni doble sentido. Gente de buenos principios. Gente de honrada conducta. Amigos perseverantes con intenciones honestas.

Es por eso que el viejo rey, rodeado de su familia y deudos en el lecho de muerte, dijo a su hijo: – Tú heredarás el reino cuando yo ya no esté. No arruines lo que tanto ha costado levantar y mantener. Rodéate siempre de mis leales; ellos te ayudarán sin ponerte condiciones. No te desprendas nunca de ellos. Los buenos amigos son un tesoro. Sus sabios consejos mantendrán firme los cimientos del imperio. El Segismundo de Calderón mató el primer día de su reinado, tirándolo por una ventana, al hombre de más valía y confianza sólo porque le importunaba.

El de esta historia, sin hacer caso del consejo del padre, fue despidiendo uno tras otro a sus hombres serviciales; a unos con diplomacia y a otros con descaro. Fue su primera torpeza. Como era amigo de elogios y alabanzas cometió la segunda, y fue dejar una ventana abierta por donde se introdujeron los aduladores, los pegadizos, los presuntuosos… Lo que ocasionó la división del reino. Y donde debía haber paz, había guerra.

Al principio funcionaban bien, era como una balsa de aceite. Pero como carecían de los factores que se necesitan para construir, levantar y mantener, pronto mostraron su verdadero perfil. Empezaron con el mismo impulso con el que sube un cohete al espacio, pero como eran pólvora mojada se desintegraron sin una lluvia de estrellas. Pronto se desprendieron de su careta mostrando un rostro de cansancio y, distanciándose del rey, se fueron evadiendo con excusas de las funciones en las que entraron con ímpetu arrollador. Al diluirse sus afeites se vio, como en planta macilenta, que la savia que corría por sus arterias carecía de glóbulos rojos para poder transportar oxígeno, con lo que venían a mostrar que todo fue un teatro con un estudiado decorado.

Y se vio solo. Porfió a los antiguos amigos de su padre a los que él mismo había echado. Pero todo fue inútil, éstos ya no quisieron volver. Después lo intentó con voluntades compradas extendiendo la mano con actitud pordiosera. Nada de nada.

Este rey, que bien pudo llamarse el Hechizado, dejó su reino en un estado lamentable. Le acarreó un grave conflicto, y puso sobre los hombros de su sucesor una losa muy pesada. Dicen que cuando partió a su exilio forzoso, volviendo la cara a su pueblo y recordando sus graves torpezas, a punto estuvo de quedar convertido en estatua de sal.

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