Publicado el 18 de Julio de 2022, Lunes José Gordón Márquez
Azuaga - Opinión -
Trabajó mi padre durante más de 40 años de vigilante del cuadro
eléctrico cuya subestación estaba ubicada al lado de donde se halla el colegio
de La Luz. Ahora es un descampado; pero aún queda vestigio de aquello, pues
sigue existiendo la portada de entrada, una ancha puerta metálica deteriorada
ya por el tiempo y el abandono. Hasta llegar allá abajo había una pared a cada
lado, y al fondo, en la extensa explanada, se levantaban al lado diestro tres
casitas donde el hortelano y los pastores de los dueños guardaban sus aperos.
También servían de almacén para los contadores viejos, y aisladores desechables
de vidrio o cerámica que se ponían en los postes para separar los cables unos
de otros. Enfrente se alzaba la rústica construcción donde estaban los enormes
transformadores, altos y forrados, que yo les encontraba cierto parecido con
los roperos de los dormitorios. Entonces, desde Azuaga, se les daba luz y
energía a Granja, Cuenca y las minas. Con mis ojos de niño veía por todos lados
calaveras con tibias: ‘No tocar, peligro de muerte’. Pero lo que
más me llamaba la atención, eran los enormes volantes como los de los coches
que tenía cada transformador. Mi padre los cargaba girando los volantes a la
derecha (costaba algo de esfuerzo por pesados), y vigilaba el cuadro que
abarcaba la anchura de una pared. Un panel lleno de relojes como platos, de
esferas blancas, cuyas agujas oscilaban marcando las temperaturas. Cuando
alguno se descargaba, el volante retrocedía a la izquierda, con tan gran
zambombazo, que yo salía corriendo de allí dentro como alma que lleva el
diablo. Para abreviar referiré que al lado, en la calle, existe una
casa de rincón, donde años después estuvo el bar ‘Sandro’.
Allí
vivía un compañero de mi padre con su mujer y su hija. Este matrimonio ya
tenía nietos pequeños. La mujer, muy amiga de mi madre buena persona, atea, se
reía de ella y le decía: “Dolores, prontito me levantaba yo temprano para ir
a misa de alba.” Y lo que sucedió
después como lo presencié y lo viví, lo cuento:
Sacaban mi padre y el compañero en las noches de verano a la
explanada, que corría fresco, una mesa y unas sillas y allí en tertulia se
tomaban sus copas. Era un sitio agradable. Yo jugaba con sus nietos, y los
mayores, charlaban y charlaban en armonioso coloquio.
La mujer una noche,
mirando la luna llena, preguntó a mi padre: “¿Fernando, tú crees, que
habrá algo más allá después de la muerte?”
Mi padre le contestó que sí, sin lugar a dudas. Y estuvieron un
buen rato con el tema.
Pasaron unos meses. Y una mañana, no fue como todas las mañanas la
casa del compañero. Estaban todos alterados. Llamaron a mis padres para que
fueran a ver, y me llevaron a mí también. Lo que sucedía era nada más y nada
menos, que su mujer decía que en un rincón de su habitación, de pronto, había
visto a la Virgen que le sonreía. Le dieron varias tilas, y su excitación
nerviosa no disminuía.
A los pocos días, ya la veíamos por la calle con un hábito largo
de la virgen del Carmen y un cordón en la cintura. Llevaba también un
misal en la mano. Huelga decir, que se aficionó a las misas y a visitar
enfermos. Todo esto, siempre con una sonrisa agradable, y a su lado se notaba
una paz inexplicable. No me atrevo a decir de santidad. Así estuvo hasta
su último día en la Tierra. Ya digo, que como lo presencié lo estoy contando.
Una mañana antes de salir de casa para visitar a algunos enfermos,
le dijo a su hija: “Mira, aquí te dejo colocada la ropa que me tienes
que poner cuando vuelva.”
La hija se extrañó un poco y pensó: “Cosas de mi madre.” Y
no le dio más importancia. Luego, se marchó a la calle como todos los días.
Sobre las dos de la tarde la trajeron muerta a casa. Su muerte la calificaron: ‘muerte
súbita’.
Estando todos en la cámara mortuoria, o sea en su habitación, los
allí presente comentaban el caso con admiración y extrañeza: ¿Cómo pudo
ella saber que se iba a morir aquella mañana si salió tan buena de casa?
Yo, con mis siete u ocho años, los escuchaba, mientras la miraba
con algo de miedo. Su cara era de cera, y le habían puesto un rosario entre las
manos. De lo que nadie parece que se dio cuenta era del extraño perfume que
había en la habitación a nardo y jazmín. Años después, he leído, que en la
muerte de algunos místicos que luego han subido a los altares, a su alrededor
se ha podido percibir ese mismo perfume agradable y misterioso que sobrepasa la
razón.
Así fue querido lector el gran cambio de esta mujer, que en
otro tiempo se reía de los creyentes que iban a misa.
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Noticia redactada por :  José Gordón Márquez
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