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Hoy es Lunes, 01 de Abril de 2024
POR JERÓNIMO LÓPEZ MOHEDANO
LUCHAR CONTRA EL OLVIDO QUE SEREMOS
Publicado el 27 de Marzo de 2020, Viernes

Lourdes Paredes Cuellas

Actualidad -

 

                                                                       Jerónimo López Mohedano. C O

La memoria individual no goza de demasiado respeto entre los puristas, frente a la que permanece bien sea en su vertiente académica o la que nace de la ortodoxia histórica, esa que se nos revela entre los renglones de las páginas de los periódicos o que nace de las páginas de un libro porque aún perdura entre nosotros la veneración por la palabra impresa, aunque también sepamos que en muchas ocasiones las ideas se postergaban o se inclinaban -como el talento- al miedo, a la miseria, a los intereses de quienes los escribían o de a los de quienes los mandaban escribir, aunque ahí están esos ejemplos de honradez intelectual y social cuyos nombres y trayectorias contrastan con los anteriores. Siempre se ha dicho que la Historia, así con mayúsculas, la escribían los vencedores que se encargaban sin el menor escrúpulo de silenciar, de prescindir, de ignorar cualesquiera otros textos que no se ajustasen a los cánones establecidos bien quemando o destruyendo esas publicaciones, bien evitando que las que no hubieran sido previamente autorizadas superado el filtro de la censura previa llegasen a las manos de los lectores.

La memoria individual, esa que nace de lo que vemos y oímos cada uno de nosotros, esa que nos permite identificarnos a nosotros como yoes propios, esa que cuando nos la arrebata el alzhéimer o cualquier otra enfermedad mental nos señala como no personas, es la memoria que se nos hace imprescindible en estos días en los que el obligado confinamiento preventivo y la sobreinformación que recibimos amenaza con anegar nuestras vivencias cotidianas que, no por ser insignificantes están desprovistas de sentido, pues cuando todo pase  -y aquí quiero recordar el cuento que la inteligente Scherezade  relató una de aquellas mil y una noches al califa asesino, aquel de la fórmula de la sabiduría y la felicidad, de la aceptación de la dualidad de lo bueno y de lo malo que encontrando mientras vivimos, y que se escondía en el reverso el anillo del otro califa, el del cuento  dentro del otro cuento, y que no era otra cosa que «Todo esto también pasará»-

Cuando estos días extraños y de tribulaciones pasen, deberíamos de no fiar tan solo a nuestra memoria oral, por buena que nos parezca -o realmente sea- la custodia del recuerdo de estos días en el que el coronavirus se hizo omnipresente en nuestras vidas más o menos alegres y confiadas, como si de un dios caprichoso, cruel y vengativo se tratase, mientras nos negábamos a admitirlo ¡Estaban tan lejos Wuhan y esos bárbaros chinos que aún comían carne de animales salvajes adquiridas en los mercados públicos! Claro que cuando fue la civilizada, culta y rica Italia la que tuvo en su seno la epidemia, empezamos a inquietarnos por el llanto y las familias rotas: ¡El enemigo estaba dentro! Y es que nadie aprende en cabeza ajena y nos afectan más las tribulaciones de  nuestros vecinos exponencialmente según la distancia a la que convivamos, aunque sintamos una cierta, y pasajera, empatía por los más lejanos, con los que únicamente compartimos las noticias de la radio o imágenes en los telediarios por eso, ahora, estamos compartiendo relatos e imágenes de vidas y muertes de compatriotas anónimos –las de los conocidos, es harina de otro costal, como los Amigos de Gines cantaban en aquellas tan populares sevillanas «Cuando mueren los famosos// todo el mudo  lo lamenta//¡cuántos pobrecitos mueren //y nadie los tiene en cuenta!»-, de hospitales desbordados, de calles vacías, de solidaridad y de egoísmo, de imprevisión y de autosatisfacción, de heroísmo cívico y de insensibilidad social. 

También convendría que decidiéramos nosotros qué es lo que debiera ser   recordado y qué es lo que tendríamos que olvidar, sin dejar en modo alguno que otros decidan por nosotros lo que es digno de guardarse en el acervo memorial colectivo y lo que no lo es, lo que debe ser silenciado y lo que ha de ser ensalzado. O por lo menos ponérselo un poca más difícil a la hora de que nos quieran hacer esos trampantojos:  hoy día, la mayoría disponemos de teléfonos inteligentes que nos permiten captar la realidad que nos rodea en los momentos que nos interesan: imágenes y palabras, llantos y canciones que podemos compartir casi instantáneamente a otras personas. Serían una herramienta poderosa para ayudarnos a colocar cada pieza del puzle, para acercarnos en lo posible a la verdad, pero ahí están los estúpidos, los graciosos, los falsarios, los aprovechados, los sinvergüenzas o los delincuentes, dejo para el último lugar a quienes de manera acrítica, inconsciente y meramente seguidista, se convierten en vectores divulgadores que permiten reenviando si comprobar nada, que el ciberespacio sea menos seguro y poco menos que una selva en la que todo vale. Pero teniendo esa capacidad no la sabemos aprovechar, porque esos videos, esas fotos nos inundan, llenan las memorias de los móviles y se acumulan desordenadamente en la mayoría de los casos hasta que las necesidades de liberar memoria, los cambios de móvil o cualquier otra incidencia, cuando no la dejadez y la desidia las hacen desaparecer.

Sería preciso que aprendiéramos a separar el trigo de la paja, que seleccionásemos y guardáramos como oro en paño esos archivos de imágenes que tienen más valor que el de la simple anécdota y que serían como hitos, como fuentes que nos ayudarán a revitalizar nuestra memoria cuando el paso del tiempo nos haga dudar o discutamos entre amigos como fue o cómo creímos que fue, sean amigables árbitros y manantiales incontaminados de conocimiento.

Dicen que esta época es una época un tanto rara, porque son más quienes escriben que quienes leen, pero esto, si es un reproche, no es nada original: a finales del siglo XIX el muy conocido periodista y poeta cordobés Antonio Fernández Grilo, que tanto éxito social tuvo, escribía (y cito muy libremente de memoria): que eran tantos los versos de los poetas cordobeses que sería abundante la cosecha si se hiciera. Para estos largos días que aún nos esperan -hoy estamos terminando la décima jornada de esta escalada- para evitar que esta historia se nos vaya quedando atrás y se convierta en leyenda o en algo parecido que solo tenga unos átomos de la verdad que enmascara, os invito a desarrollar nuestras capacidades para recordar también por escrito, para organizar y sistematizar los vivido de una manera imborrable y veraz, porque no vamos a engañarnos a nosotros mismos, aunque a veces queramos endulzar o dar más o menos importancia a los hechos sabemos que no nos vamos a engañar a nosotros mismos, que sería como hacernos trampas jugando al solitario. Por lo menos, aunque no nos sirva para remover nada, para cambiar la realidad, nos otorgará una razonable certeza a la hora de rebatir la verdad centralizada, impuesta o monopolizada y permitirá decirnos que las cosas fueron como nosotros las recogimos y del modo que las vivimos. Vamos: que nos dará la tranquilidad de sabernos poseedores de una verdad interior propia.

Aunque nuestra memoria-realidad sea parcial, si es veraz,  siempre podrá encajar en el puzle global cuando se quiera hacer revivir el pasado colectivo, pues la Historia no la hacen solos los grandes, los poderosos, los artistas, los científicos, los guerreros, los inventores (póngase aquí quienes faltan y el género femenino correspondiente), nada serían sin el concurso anónimo del pueblo trabajador, que lucha, sufre, canta y soporta sobre sus hombros la punta del iceberg que representa a quienes sobresalen en el mar del silencio post-mortem de quienes un día fluyeron en el río de la Humanidad. De ahí la importancia de recoger y fijar nuestra memoria, nuestros particulares testimonios brotados de nuestros ayeres y nuestra sangre, que con el devenir del tiempo puedan convertirse en valiosas, aunque humildes, piezas en la labor de periodistas, investigadores, historiadores y cronistas incorporando esas voces individuales, esas verdades propias que de otra manera se perderían como si jamás hubieran existido.

Personalmente tengo que agradecer los testimonios de los cientos peñarriblenses entrevistados desde hace más de un cuarto de siglo, cuando era uno más de quienes creían que no se podría escribir una historia local, porque nuestros antepasados fueron gente tan humilde, de tan poca relevancia, apenas dedicados a su labores profesionales o domésticos, que nada relevante habría que contarse de ellos. Pero lo cierto es que, sin la humanidad de sus interesantes testimonios, sin su generosidad, el pulso de mis escritos no hubiera sido el que es. Y abundando en la necesidad  de fijar nuestras verdades, nuestros recuerdos y olvidos, reconocer la labor callada de algunos de nuestros convecinos quienes en los últimos años escribieron esos humildes libros de memorias aprovechando las facilidades de publicación, para sus familias principalmente, pues no creían que sus vivencias ciudadanas tan comunes, pudieran ser de interés para el resto de sus paisanos o para cualquiera de los curiosos investigadores, como quien esto escribe, dedicados a desvelar la vida y las costumbres de los pueblos fijándose más en cada uno de los árboles que en el bosque completo del que forman parte.

 

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