Era ella un animal poco agraciado de pelaje, una gata carey. Cauta, tranquila, menuda, ágil, de grandes ojos verdes y la menos desconfiada de todos los que formaban aquella colonia. Tenía un compañero, naranja él, Rubiales le di por nombre. Poco pendenciero, cercano al humano, pero sin pasarse, para algo era tan feral como los demás. Después venían los hermanos medias colas, Blanquinegro, la Rubia, el Siamés, el Gris y el Grandullón. Así estaba la colonia, con Rubiales a la cabeza, hasta enero del 24. Comenzó el celo y fue el principio del fin: maullidos, peleas y, al final, desapariciones.
El primero en caer fue Rubiales, se acabó el acercarse maullando en busca de pitanza al oír como se abría chirriante la verja y ver que Linda acudía al olor del pienso. Después los hermanos medias colas, el Gris y -al final- Blanquinegro. Pero Linda seguía viniendo puntual, era oír el coche o la cancela y allí estaba ella, manteniendo las distancias justas, pero tranquila y paciente. Esa era su rutina. Era la gata residente, mi terreno era su refugio. Un buen día empecé a notar que su vientre abultaba y, a continuación, desapareció. Al cabo de un mes llegó de vuelta, a mediados de primavera, con dos gatitos: uno romano y otro naranja clarito y de ojos azules. Del romano poco se supo, cayó víctima de los predadores, las enfermedades, los coches o los venenos, quién sabe.
Pero Linda seguía viniendo con Chiquitín. Lo dejaba escondido entre los vericuetos o se lo llevaba de patrulla. Pero pocas patrullas le quedaban, aunque ella no lo sabía. Un buen día, tras haber desaparecido por casi una semana, reapareció: delgada, torpe, temblorosa. Estaba en un estado lastimoso ¡Ojalá se hubiera dejado ayudar! Pero como buena gata asilvestrada, al notar su debilidad, se volvió recelosa y asustadiza. Un buen día vino al caer la tarde y no se supo nada más. Pudo ser un coche, pudo ser veneno, pudo ser enfermedad.
El pobre animal, abnegada ella como toda gata en estos temas, en un último esfuerzo, nos dejó su legado: Chiquitín sigue por aquí, tan desconfiado como siempre, pero ahí está y, tal cual hacía su madre, al atardecer de los cálidos días de verano, aparece en busca de la cena, un gato residente tal cual.
Linda vivió la vida que le correspondía: un poco solitaria, independiente, desconfiada, lo necesario para sobrevivir, así que, gracias a ello, cumplió con su ciclo: nació, creció, vivió poco, se reprodujo y murió. La naturaleza es así, aplica sus normas justas, pero implacables. Así y todo, al atardecer, sigo mirando por encima de los tejados, esperando que sólo esté de paseo y vuelva una vez más.