Si algo hemos aprendido de Donald Trump es que la diplomacia, como el buen gusto, no siempre es parte del menú. Y ahora que ha decidido volver al escenario internacional con su estilo inconfundible (una mezcla de martillo pilón y vendedor de teletienda), los aranceles vuelven a estar de moda, sin ir más lejos y después de moratoria, hace poco salía a la palestra, anunciando un 50% de aranceles para Europa de carácter inminente. Como si de Masterchef se tratara, el expresidente ha sacado su receta favorita: echarle impuestos a todo lo que venga de fuera, especialmente si viene con acento europeo y/o chino.
Los nuevos aranceles propuestos, porque esto parece solo el aperitivo, no son más que una reedición de su vieja estrategia de “America First”, traducido en andaluz, como “los demás, a pagar la factura”. Esta vez, el menú incluye tarifas a productos agrícolas, alimentarios, tecnológicos y hasta industriales provenientes de Europa. Es como si Trump hubiese abierto la carta de exportaciones de la UE y hubiese decidido, al azar, qué platos le caen mal al estómago americano, aunque a este personaje se le indigestan todos.
Y claro, España, que no se caracteriza precisamente por vivir de espaldas al comercio internacional, está en la línea de fuego. Nuestros productos estrella, como el aceite de oliva, el vino, el queso manchego o los embutidos ibéricos, orgullo nacional y sustento de miles de productores, muchos de ellos andaluces e incluso de nuestra comarca, podrían verse afectados por estas medidas proteccionistas. No porque hayan hecho nada malo, sino porque a Trump no le gusta jugar limpio. Si nuestras exportaciones agroalimentarias ya venían sufriendo por la inflación, el cambio climático y la burocracia europea, ahora tendrán que añadirle el “efecto Trump” a la lista de calamidades.
Trump, por supuesto, lo vende como un gesto heroico en defensa del trabajador americano. Qué tierno. Como si el obrero de Detroit fuera a recuperar su empleo porque un agricultor español no puede vender su aceite en Texas. La realidad, como siempre, es mucho más compleja. Estos aranceles no crean empleo, lo trasladan. Y lo hacen a un precio muy alto: encarecer productos, limitar la oferta, distorsionar el mercado y, en última instancia, empobrecer al consumidor. Porque sí, querido lector, cuando se pone un arancel a un producto, no es el país exportador el que lo paga directamente: es usted, cuando va al supermercado.
La ironía aquí es de manual. Mientras en Europa hablamos de sostenibilidad, competitividad e integración global, Trump prefiere levantar muros, aunque esta vez no de ladrillo, sino de impuestos. Y lo peor es que esta política comercial no es una excentricidad aislada: es una tendencia. Ya lo vimos en su mandato anterior, cuando desencadenó una guerra comercial con China que acabó salpicando a medio planeta.
Y ahí estamos nosotros, en medio del fregado, sin muchas herramientas propias para defendernos. España, como miembro de la Unión Europea, no puede negociar bilateralmente con Estados Unidos en materia arancelaria. Eso significa que dependemos de Bruselas para responder a estas agresiones comerciales. Y ya sabemos lo que eso implica: procesos largos, discusiones eternas, comunicados muy educados… y pocos resultados concretos. Mientras tanto, nuestros agricultores se desesperan, nuestros exportadores ajustan márgenes y nuestros políticos hacen lo que mejor saben hacer: ruedas de prensa.
Frente a este panorama, uno podría pensar que la solución pasa por devolver el golpe: imponer aranceles a productos estadounidenses, cerrar filas, jugar al mismo juego, como ha hecho China. Pero eso solo nos arrastraría a una guerra comercial sin ganadores, aunque el gigante asiático parece ser el único que podría hacer frente a esta guerra.
Es hora de que Europa levante la voz, no solo para protestar, sino para proponer. Para defender un comercio justo, equilibrado y sostenible. Porque, al final, Donald Trump ve el comercio internacional como un partido de fútbol donde solo puede ganar uno. Lo que no entiende, o no quiere entender, es que la economía global se parece más a una orquesta: si uno desafina, el conjunto suena peor. Sus aranceles no solo son un ataque a Europa, sino una puñalada al sentido común económico.