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IDILIO

Pláceme no salir de mi pueblo para contar una historia de amor entre dos adolescentes, para mí, la edad más hermosa del ser humano. Cierto que con una personalidad aún no definida ni consolidada y con algo de locura. Pero es precisamente esa pizca es de mi veneración. Está enclavada Azuaga en la Beturia Túrdula, de histórica riqueza a juzgar por los abundantes y valiosos asentamientos neolíticos y yacimientos arqueológicos, coronada en noches serenas con un cielo de diamantes y de día bajo un sol de justicia, alfombrada a sus pies de suave esmeralda primaveral y cabalgando a lomos de un potro invisible extendiendo sus casas en dos blancos lienzos a ambos lados de su columna vertebral. Siglos atrás era sólo un grupito de casas y repartidas alquerías.

Asentada en ella una tribu bereber después de la invasión musulmana, la componían unas pocas familias. Gaisela, que así se llamaba nuestra joven y hermosa agarena, hija de una de las citadas familias, una limpia mañana la vemos bajar con su cesta de ropa al riachuelo existente cercano al lugar. Todos los días sus bellos ojos se deleitaban con el paisaje multicolor, y a veces cuando venía de vuelta, dejando la cesta en el suelo se paraba a recoger algunas florecillas silvestres.  Aquel día, mientras cogía unas azucenas, se le hizo oír un lastimero quejido no lejos de allí; pero creyendo ser caprichoso sonido del viento que jugueteaba entre los matorrales que bordeaban el camino, prosiguió cogiendo las flores con intención de formar un bonito ramo, que luego regalaría a su madre. Un  segundo quejido, ahora sí, lo había escuchado con perfecta claridad. Procedía de una hondonada que hacía el terreno donde limitaba un camino. Se acercó cautelosa y estuvo al borde del desmayo cuando con expresión asustada descubrió que se trataba de un joven herido, del cual pudo saber después que había caído del caballo, encabritado éste, pues se le había enredado en una de sus patas delanteras una anillada serpiente. Salió el bruto espantado corriendo por el ancho campo y él quedó tirado en el suelo cubierto de heridas.

Desde el momento en que sus ojos cruzaron la primera mirada tanto Azualla -que así se llamaba el joven- como  Gaisela, quedaron fulminantemente enamorados uno del otro. Ella, quitándose el velo que cubría su ensortijado cabello, fue limpiándole la sangre con especial y delicado cuidado. Sus rostros y respiración estaban tan cerca que Azualla dejó momentáneamente de sentir el dolor que emanaba por las bocas de sus múltiples heridas.

Acertó pasar por allí un campesino que la ayudó a incorporarlo; y entre los dos lo llevaron a casa de Gaisela donde se restablecería al poco tiempo con el regalo de tan cariñosas manos. El hechizo que ella sentía por el joven, parecía embargarlo también a él, que veía con disgusto, que pronto tendría que marcharse y alejarse de su bella cuidadora. Pero no sería así. Ya no era posible separar a aquellas dos almas una de la otra. Amor había alimentado sus llamas enlazándolos para siempre, grabando sus nombres a fuego por toda la eternidad. Fuego en cada mirada, fuego en cada roce, fuego en cada beso…Mas, como no hay verdadero amor que no cueste, ni buena suerte que dure, que una cosa son los abrazos y otra muy distinta los intereses, lo que parecía que no iba a encontrar obstáculos se topó con los proyectos de los padres de Gaisela. Cuando ya había cumplido trece años la habían prometido a un pariente de casa, para que un día fuese su esposa. Y esto rompía sus planes. Así que una vez restablecido, con buenas palabras y diligente afán, lo despidieron. Lloraba la pobre niña día y noche sin conciliar el sueño, mientras él rondaba la casa donde en jaula de oro estaba el único sentido de su existencia. Las perlas líquidas de ella se fundían con los suspiros de él; pero si Amor los había unido, Amor tendría que resolver la situación insostenible de los dos enamorados, traspasados por la separación.

Una noche, Gaisela miraba el campo desde la ventana de su dormitorio a la luz de Selene cuando vio rondando la figura de Azualla, como cada noche acostumbraba. Sintió galopar su corazón y, en el silencio y amparo de la nocturnidad, se escapó de casa por la puerta trasera mientras sus padres creían que dormía. Fundiéndose en un abrazo se alejaron de allí, y fueron muchas las noches que se prodigaron su amor gustando del fruto de la pasión. Al abrigo de una arboleda, se prepararon un amoroso tálamo de palmas; que nada o poco importa cómo sea el lecho, cuando dos amantes se entregan hasta la última fibra de su ser. Gaisela, exclamaba él entre latidos de placer; y Azualla repetía ella en el éxtasis del amor. El lugar de sus idilios era en lo que hoy conocemos como Pozo Santo. Su fuente nos recuerda la corriente de agua viva de aquellos dos seres. No pocos hubieran dado su vida por conseguir al menos la mitad de la dicha de ellos.

 Repitieron estos encuentros numerosas veces y no por ello su flamígera pasión disminuía, sino que cada vez que se entregaban, su llama se incrementaba. Y hubiera durado una eternidad, pero la mala fortuna quiso que los descubrieran. Claro es de comprender que a la amada le redoblaron los cerrojos. Y al enamorado le propinaron tan tremenda paliza que una mañana cuando la antorcha celestial extendía sus rayos por encima de las lejanas sierras por oriente, haciendo desaparecer las sombras de la noche, lo encontraron muerto encima del monte donde en su ladera se derraman las primeras casas del pueblo.

 Sólo la muerte (o quizás tampoco ella) puede romper el sagrado vínculo de los amantes. Muerto él, la pobre Gaisela, sin ninguna prisión material, se vio envuelta en la peor prisión que es la tristeza. Fue enflaqueciendo y palideciendo, y como una hierba letal, la fue minando poco a poco. Algunas tardes salía a mitad del camino donde se encontraba antes con su amado. No quería llegar al sitio, o sea a Pozo Santo, por no sentir más dolor. Se quedaba en un jardín natural que existía a media distancia y, con secreto instinto, la mirada perdida y entre lágrimas, tejía trenzas de guirnaldas de flores y hojas verdes; hasta que una tarde se quedó dormida para siempre con las flores entre sus manos. Pero esto no iba a quedar en el olvido. Ya se encargarían constructores y poetas de dejar eterna memoria de los que otros destruyeron. Su alcaide moro, admirado del fuego de los enamorados, mandó edificar una alcazaba en el mismo monte donde por amor muriera Azualla; poniéndole a la vez el nombre de ellos a la villa uniendo las dos primeras sílabas de él con la primera sílaba de ella; resultando el nombre de AZUAGA.

De Gaisela, también tenía que quedar memoria. No podía ser en otro sitio, tenía que ser donde con un leve suspiro se fue al encuentro de su amado. En lo que antes fuera un jardín, se edificó un templo. El más importante en cuanto a decoración en su estilo y el segundo en extensión de la provincia. Sus altas y ornamentadas bóvedas con estrellas talladas en piedra y un anillo poligonal, nos recuerda el cielo y la unión en que vivieron ambos enamorados. En sus laterales, dos filas de góticas vidrieras simbolizan las lágrimas de Gaisela. Desde su azotea, la enorme arquitectura en su elevada altura, parece darse un abrazo con el torreón de Miramontes. Tan cerca están uno del otro como aquellos enamorados. Y dicen que a orillas del Matachel y el Bembézar, en limpios atardeceres, sus claras y cantarinas aguas modulan una canción que evoca el romance de estas dos almas que se amaban.

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