Recuerdo cómo, de niños, seguíamos con devoción telenovelas como Topacio, Rosalinda o Pasión de Gavilanes. Capítulos interminables que nos atrapaban cada tarde, casi como una droga, para descubrir qué le sucedía a Jorge Luis con Topacio. Hoy, la política española parece haber tomado prestado ese guion melodramático, con una nueva serie: El caso Ábalos y Koldo.
Cada capítulo supera al anterior en intensidad, relatando cómo tres amigos, presuntamente, se enriquecieron a costa de muchos. Entre contratos públicos y favores, también aparecen gastos en caprichos sexuales —y no tan sexuales—, propios de quien lleva una vida de lujo desconectada de la realidad. Todo esto, no lo olvidemos, podría tener consecuencias directas para la vida de un país entero.
El origen de esta trama se remonta a un encuentro en extrañas circunstancias entre el entonces ministro Ábalos y una enviada del gobierno de Caracas, una tal Delcy. Como un ilusionista, Ábalos maniobró entre maletas y pasillos de aeropuerto, y de ahí surgió la primera hebra de una red opaca. El llamado “Niño”, nombre con el que se conocía a Aldama, acabó tirando de la manta para aligerar su propia carga ante la fiscalía. Su colaboración ha sido clave para levantar una alfombra que parece salida del cuento de Alí Babá.
El panorama que se dibuja para los próximos meses es preocupante: una imagen internacional cada vez más deteriorada, un gobierno de coalición que no se fía ni de sí mismo, una oposición maniatada por sus propios intereses, y un electorado hastiado que percibe a la política como un lodazal del que pocos quieren formar parte.
Es urgente que se esclarezcan todos los hechos y se depuren responsabilidades. España necesita una clase política plural, ética y regenerada. Un espacio donde los jóvenes vean oportunidades para servir a los demás, no un ecosistema dominado por dinosaurios anclados al poder, cuyo tiempo ya pasó. La política debe volver a estar al servicio del pueblo. Sin excusas.