Escuchando el graznido de las aves del amanecer, levantado de las mil cuitas con las que apechugamos el día a noche y extasiado ante la belleza de lo no vivido. Así se abre el cielo al levante primaveral que nos hace discernir entre lo que huele a limpio y lo que sabe a contaminado. A la tierra le falta el hervor del que adolecemos entre sueño y alba, como las raíces secas de mil árboles milenarios aún por renacer. En el bacillar, entre nidos y alas muertas, se posan los frutos de la migración de invierno, y en el oído resuellan las plumas de los que se van para no volver. Lentos y macilentos, reacios y resarcidos, conscientes y consecuentes, los pocos que quedan en pie lamen los rumiajos y abren los gajos de frutas podridas para alimentarse sólo por un día más. La pérdida del suelo que pisamos es equiparable a la de las personas que nos engendraron en su vientre, a las que jamás volveremos a sentir así de frías y ausentes de la propia muerte. Al acecho y al repecho, a la par y a la sazón, a la mar y a la razón, al hecho y al cohecho le faltan patas para encajar. Así de consentido es el sinsentido.
Como yesca que abrasa al menor viento húmedo, cual barca atracada en la orilla de un puerto perdido, a la manera de un trompetista reconvertido en voz cantante de las notas limitadas que aprendió a emitir. Como si todo estallara y resistiera a la vez en un amodorramiento provocado por una espera aletargada y eterna. Se hace insostenible el sostener posturas enconadas; suena incorregible el mantener costuras encontradas. El gran triple salto mortal ante el que sonreirán acróbatas, payasos y fieras en el circo del pueblo de al lado ya nos es aplaudido como antaño, porque el público ya se cansó y las entradas se agotaron de pedir permiso. Ahora son los crápulas del vicio los que con las espátulas del precipicio se asoman a cabás vacías de esparto y reparto. Asisten a la recova a lomos de jamelgos sin remilgos ni asomo de piedad, y comparten adquisiciones con otros primos de la irreverencia y la impostura. La ira digital, dicen por ahí; la era artificial, murmuran por allá. Lo único verdaderamente cierto es el color de los zapatos que nos toca calzar hoy y los pulmones que nos impulsan con cada latido de aliento por avanzar. Es en la autopista de la vida donde se suceden los accidentes más socorridos, así que ya descansaremos del riesgo cuando no estemos tan a mano del riesgo. Rásguense las vestiduras y séquense el sudor. Probablemente esta sea la última vez que lean algo parecido. Qué alivio, ¿verdad?
Los súcubos con ronzal avanzan hacia el patíbulo en una procesión que poco tiene que ver con la devoción. Su misión es sumisión. A los galafates les importa un resquicio lo que les reporta escaso beneficio, y aunque eso es ya de sobra sabido y parece no estar escrito con las letras sanguíneas que debería, retornamos al mismo recodo del camino en que dejamos pernoctando, huérfana de vergüenza, a nuestra propia conciencia. En sus gualdrapas guardamos un retazo de lo que un día nos dijeron que debíamos pensar o queríamos alcanzar, sin que nadie nos advirtiera de que seguimos patituertos, medio sordos y difícilmente lúcidos para avanzar. Serán las martingalas que tienen a gala convencernos, o seremos los mismos ganapanes de antes los que tengamos que sacar el fuego de las castañas a no ser que queramos quemarnos de nuevo. No existirían sin nosotros. No resistirían sin vosotras. Siete días como las siete colinas de Roma, o como las siete vidas de siete gatos sietemesinos. El tiempo injusto para cometer otra equivocación. La fatalidad de la banalidad. Recorrer montes, valles y ríos para darse de bruces con la borbolla que hará explotar la tempestad. Saber estar y no estar para saber. Millones de voces errantes contra millares de coces cargantes. Al ir y al venir se recorren distancias distintas, como diferentes son los pasos que nos acercan y alejan a la vez. Es la especie humana, poco más se puede añadir.
Al mismo tiempo que el mismo cielo del mismo día del mismo mes vio nacer al mismo sol y cernirse sobre él la misma oscuridad, cuelgan las horas del reloj decadente en el que se cuentan los siglos por minutos. La demora es cosa nuestra, porque tampoco habíamos sido advertidos a tiempo.
Disco del mes: El Turronero – New hondo