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Cambiar el mundo

En 2013, el mundo fue testigo de un cambio inesperado pero profundamente simbólico: la elección de Jorge Mario Bergoglio como Sumo Pontífice, bajo el nombre de Francisco. Fue la primera vez que un latinoamericano asumía el liderazgo de la Iglesia Católica, y no cualquier latinoamericano, sino un argentino de alma inquieta y corazón pastoral, con una mirada crítica pero amorosa hacia la institución que lo formó.

Desde su primer gesto —elegir el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís, símbolo de humildad, pobreza y amor por la creación— marcó una ruptura con el tradicionalismo clerical que por décadas había caracterizado al Vaticano. No se trataba de romper con la doctrina, sino de volver al Evangelio en su forma más pura: compasiva, abierta, profundamente humana.

A diferencia de otras épocas en las que la Iglesia parecía caminar de espaldas a la realidad, el pontificado de Francisco fue —aun con sus contradicciones internas— una invitación al diálogo y al encuentro. El suyo fue un ministerio marcado por la reforma: intentó transformar estructuras vaticanas anquilosadas, denunció con firmeza los escándalos financieros y los abusos, y promovió una Iglesia en salida, menos autorreferencial y más comprometida con los dolores del mundo.

Inspirado en el Nuevo Testamento, su mensaje recuperó la radicalidad de Jesús: «el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos». Abrazó al que sufría, pidió una «Iglesia pobre para los pobres» y nos recordó que la fe no es una doctrina rígida, sino una experiencia viva de amor y misericordia.

Hoy, tras su partida a la Casa del Padre, el Papa Francisco deja una huella profunda y un legado desafiante. Se abre un nuevo cónclave, y en las próximas semanas el mundo conocerá a su sucesor. Será una elección clave, no solo para los católicos, sino para todos los que miran hacia Roma con la esperanza de que la fe pueda seguir siendo un puente, no un muro.

Solo cabe esperar que el nuevo Papa esté verdaderamente inspirado para continuar construyendo una Iglesia del siglo XXI: comprometida, valiente y al servicio de la humanidad. Que la fuerza del Evangelio, como lo demostró Francisco, sea siempre la luz que guíe su camino.

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