La furgoneta de cristales oscuros, como una tarántula venenosa, estuvo rondando varios días en una esquina colindante al colegio. Sus ocupantes vigilaban y mentalmente catalogaban los grupos de chicas que pasaban. Tenían que inyectar su veneno mortal en la joven más vulnerable, en la más débil, en la que su personalidad fuese voluble como voluta de humo que se disuelve en la atmósfera. Después de mucho observar, fijaron su maligna mirada en una adolescente cuya belleza nada tenía que envidiar a la diosa nacida de la espuma del río. El impedimento era que siempre salía acompañada de sus amigas. Pero algún día pasaría sola. Recreándose en las galas que adornaban su juventud, las dos hienas babosas se relamían con lascivos ojos viéndola pasar, disfrutando de aquella fruta en sazón que pronto caería en sus manos. Y así fue. Un día que tuvo un retraso en la salida del colegio por consultar algo a su tutora, ella, ajena de cualquier mal presente, caminaba confiada en dirección a su casa. Cuando la tuvieron cerca, el menos sospechoso de los dos por su mejor indumentaria, su rostro rasurado y adornado además de seductora labia y correctos modales, la abordó a su paso con la excusa de hacerle una pregunta. La chica en su candidez se dejó ganar por aquel individuo que a ella le parecía extraordinario. Sus encuentros con aquel gusano fueron cada vez más frecuentes, y esa fue su perdición, llevándola al abismo de las drogas. Su joven corazón lleno de alegría e inquietudes, pronto se vio envuelto de nubes negras haciendo presagiar lo peor. Como dije, cayó en las garras de aquel lobo disfrazado de cordero. Primero un porro, después: cannabis, marihuana, cocaína…, todas ellas alucinógenas. Sus escapadas de casa se hicieron habituales y pasaba mucho tiempo con gente de malas influencias.
Empezó a sentir desprecio por la familia; y sus padres culpaban a la sociedad sin la necesaria vigilancia hacia su hija. Un día su madre, comprobó que le faltaban algunas joyas y dinero. Y poco a poco se fue hundiendo más y más. En tan total dependencia, llegó a ser una delincuente en potencia: robos, cárcel, prostitución…, un guiñapo humano. Y pasó el tiempo. Fue una tarde de verano. Me dirigía a un pueblo colindante a Badajoz. Un anticuario me había citado porque tenía una pieza valiosa que podía adquirir a buen precio. Él conocía mi afición a coleccionar cosas antiguas. El sol descendía en el horizonte y me daba de lleno en la cara. Entre dos pueblos cercanos al nuestro, vi al borde de la carretera a una joven que me hacía señas para que parase. Paré junto a ella y acercó su rostro al marco de la ventanilla. Enseguida la conocí. Era la misma chica que hundieron en la droga los dos miserables. A pesar de su delgadez y su rostro deteriorado marcado con pronunciadas ojeras seguía siendo bella. Aprecié con toda claridad sus pechos que asomaban tras un generoso escote. Me preguntó:
– ¿Pasarás por Zafra?
-Sí, -le contesté.
-¿Me puedes llevar?
-Pues claro que sí. Sin ningún problema. Sube.
Me extrañó que se montara en el asiento trasero y no a mi lado. Hubiera sido lo más lógico. Reanudé la marcha y poco después me dio en el hombro derecho. Volví la cabeza y…¡Dios santo! Se había despojado de la camisa dejando ver sus senos a la par que me brindaba:
-Cóbrate como quieras el favor que me haces llevándome a Zafra.
Me aferré con fuerza al volante, sentí un ligero temblor y cómo me ruborizaba. Mis ojos se humedecieron un poco. Hubo unos minutos de silencio en los que pensé muchas cosas…Paré al lado de la carretera, respiré hondo y le sentencié:
-Si vuelves a repetir eso te bajas inmediatamente.
Seguimos. Por el espejo retrovisor vi que se recostó sobre el respaldo. Dejé de mirarla y siguieron unos cinco minutos sin que ninguno de los dos hablásemos. Cuando volví a mirarla estaba tendida en el asiento, cubierta con la camisa y se había dormido. Al llegar la desperté. Tras un breve desperezo bajó y sus labios rozaron levemente mi cara. Me dio las gracias y la vi alejarse; mis ojos la siguieron hasta que, penetrando en una calle, la perdí de vista. Una queja lastimosa por su situación salió de entre mis alientos. No he vuelto a verla. El anticuario me esperaba. De debajo del mostrador sacó envuelta en un paño una placa metálica que llevaba grabado el nombre de un honorable de época antigua y un escudo heráldico que le daba más valor. Había estado colocada en una plaza. Apenas la miré. Me la daba a precio de ganga pero yo ya no tenía interés por ella. Le dije que me parecía cara y que daría una vuelta para pensarlo. Cuando volví con intención de adquirirla había un matrimonio allí presente. El anticuario me dijo rotundamente:
– Lo siento, se la acabo de vender a ellos. Viven fuera, pero son de aquí y se la llevan de recuerdo. Nos despedimos amablemente y, cogiendo el coche, cuando me di cuenta me encontraba a las puertas de Azuaga.