Bajen las persianas y enseñen la punta del pie izquierdo. Echen el toldo y suban el volumen del oído derecho. Déjense arrastrar por la tormenta de ahí fuera y comprendan que el asedio no ha hecho más que comenzar. Vislumbren por encima del hombro del vecino quién entra por la ventana y quiénes salen por la puerta de atrás. Sean cómplices del gaudeamus de arriba, en el que nadie sabe quién es nadie y alguien siempre parece dispuesto a crear más confusión. Entiendan que quien hace la trampa no se conoce la ley y que las alegaciones siempre serán superiores a las suposiciones. A sus posiciones las contempla la ley del más débil mirando hacia el horizonte del dolce far niente más embelesado. Por sí mismos los tonos y los matices son relativos, así como los colores pueden ser más narrativos o menos combativos, pero luego están los ojos atentos del espectador indolente, anestesiado por la información y ataviado con la intoxicación provista y prevista desde el día de autos. No hay forma humana de desvelar ya ningún secreto, incluso el de la creación del propio universo limitado que habitamos.
Renuentes y envalentonados. Afluentes y encabritados. Efervescentes y arremolinados. Todo a una y uno para todas. Es un maremágnum descorazonador el que vemos por el retrovisor mientras otro mira dos o tres pantallas sin una sola letra acentuada. Por defecto, es la luz interior la que los dota de conciencia; por afecto, son las sombras posteriores las que los nota en su impaciencia. Veamos si ahora entendemos algo, sepamos por fin si las preguntas que lanzamos al azar han llegado alguna vez a interlocutor alguno. Carcomidos por el aburrimiento sáxeo y las piedras tropezadas por el camino, resabiados por la última estadía en el zaquizamí de al lado, refregamos tobillos con plantas medicinales y auscultamos pechos con tablas ancestrales para que la sabiduría no se quede sin su banquete mensual. Tocar, retocar y retozar. Paso a paso, partida a partida, victoria a empate y derrota a repesca, y tiro porque me vuelve a tocar. Es el juego de la vida contra el arbitraje de la muerte, sin posibilidad de rearmar las reglas y tornar al principio.
¿Cómo permitimos que la infatuación se hiciera prima hermana del desafecto? ¿A quién hubo que elevar plegarias, si las hubiere, para dejar que todo un mundo se viniera abajo a la velocidad de un terremoto entre dos mares? Contagio puede ser la palabra inexacta, contaminada de conceptos aún no solucionados por la memoria colectiva. Si los recuerdos desde el otro día son considerados íngrimos por pura inanición, los acuerdos a este lado del charco serán apadrinados por mera intromisión, y ahí podría acabar el guión mal escrito y peor interpretado de los días que nos toca beber. Vivir es otra opción, como convivir con la canción más fea del mundo y la lírica de unos renglones más torcidos hacia el lado de la revolución y al mismo tiempo menos dispuestos a ella. Quien dibujó las líneas del perfil falso pensó a su vez en hacerlo ergonómico y adaptable a toda espalda ajada u hombros enhiestos. Para una decisión sabia que tenemos alrededor tampoco es cuestión de ponernos a divagar. Hay tantos pájaros en la cabeza y tantos planetas endeudados con sus satélites que el cielo sólo nos deja ver rastros blanquecinos de prisas enlatadas y risas encorsetadas. El mundo se ve desde arriba y la noche avanza boca abajo. En el colchón podemos encontrar rastros lanuginosos de la tarde anterior, y de glándulas salivares de hace mil mañanas. Como si las bacterias no pudieran alcanzarnos con sólo alargar su única célula ni la rata infecciosa de la enfermedad no siguiese royendo las entrañas del tiempo. Pura fantasía en tecnicolor que aún debemos filtrar con la lupa de saldo que guardamos en el último cajón. Todo sea por entrar en razón.
La congoja causada por la tarasca del bar de la esquina ha convertido el único lugar seguro en relativa razón de desconcierto. Las miradas ojiprietas se apresuran en apartarse del lugar de los hechos porque saben que ahí ya no habrán de volver a posarse. Los ingenieros de la felicidad ya son falsos apóstoles de la nada, artesanos de la venta del más allá. Las almas vuelven a su estado natural, periclitadas y absurdas, mientras los cerdos experimentan con sus restos, rebañando las encías y defecando en el rincón más cristalino. Ya saben: Lugares comunes, frases hechas.
Disco del mes: José Luis Perales – Tiempo de otoño