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DESDE EL JERGÓN

La madre de todos los desastres. El sastre de todos los desmadres. Alguien que no limpia contra otros que no manchan. La casa sin barrer y la pasa sin barril. Agostamiento carnal y agotamiento mental. Nadie dice ser como los demás, o sin ir más lejos, como debería ser. Lo que son y lo que seremos suena en una masa informe de desdichas dichas desde el mirador de la vileza conceptual. Si nos hubiéramos puesto antes a cubierto no habríamos visto a tantos puestos al descubierto, y ni aun así seríamos capaces de cerrar el círculo. Con la rabia bien hundida en la arena y nuestros pasos mirando en diagonal al punto de partida todos los gatos pardos se vuelven lobos grises, y a lo mejor el negro lo reservamos para vestir la cama de la vuelta atrás en el tablero. La mermelada en los labios y la marejada en los años. Vivir, subsistir, subsanar, resistir… El mundo quizá no esté preparado para la siguiente jugada maestra, y hay tantas almas en desconsuelo y muchas armas en un pañuelo que se hace difícil discernir cuál será la próxima melodía de destrucción que suene en las antenas.

Los objetos liminares se agolpan junto a los sujetos preliminares. Previo a todo ello, el frío acecha como un lince herido y no avisará cuando caiga sobre nuestras cabezas la nueva conciencia de una enfermedad ignorada hasta que se despertó para destruirlo todo. ¿Cuál era la misión? Seguro que la olvidamos en el primer cajón de la cómoda mañana, cuando empezó el lamento que nos hizo crujir. Si ellos vienen a por nosotros, busquemos el porqué de por qué no respondemos a su llamada con la misma inquina que demuestran. Blandiendo espadas que luego serán espaldas, esparciendo rosas que después se volverán losas, engañando y resarciendo su ineptitud arrojados a la cuna de los brazos abiertos de la multitud ciega, tuerta y coja de un ojo que nada ve ya. A los nefarios, poco más que arrancapinos trasladados de ciénaga, que una noche fatal nos deslumbraron con el brillo de sus manos limpias para la ocasión no les debemos ni una mísera disculpa. Se quedarán lamiendo las huellas de su anhedonia, incapaces de averiguar las razones de su encumbramiento ni los rincones de su encubrimiento. Cuando el mal rayo les caiga a mano y les rasgue los pies, no habrá dedos que alcancen para llegar a lugar seguro. Un día de gloria cualquiera los aurívoros se resituarán junto a los omnívoros que los engullirán. De las sombras del lodo surgen belfos ávidos de venganza y aptos para todo tipo de batalla. A la oscuridad de su estómago suman la opacidad de su hígado y las riendas de vidas pasadas tomadas en prenda. Ante la antuviada que soportan posponen la velada que sopesan. No queda más remedio que esperar, y desesperar en el intento.

Arrevenidos ya, arrepentidos todavía y arrebatados luego. Son estados temporales, como fases lunares o pases solares en una función que amenaza con acabarse antes de empezar. La pulsión y el riego eternos, impasibles y amenazantes. La repulsión y el riesgo alertas, imprescindibles y atenuantes. En esta dimensión no ha lugar para los malos augurios. Ni las triacas se pudieron prevenir, por muchos efectos positivos que tuvieran, ni los amonados tardíos se vieron venir. En su conciencia quedan los momentos que marcaron el antes y el ahora, sin que el después les oliera el aliento ni siguiera sus pasos. Podremos encontrar azancas lujuriosas, sudor agotado en los poros o coluvies lozanas donde reabastecer las rodillas exhaustas, pero nunca seremos lo suficientemente válidos para hacer de quitapón en un desfile mediocre y repleto de caras ocultas por máscaras vacías y perdidas. Como de un sueño recurrente, al despertar lo único que escucharemos será el sonido de nuestros propios pasos persiguiendo al gallo del amanecer, y un canto oclusivo y febril de melodía entrañable y cadencia despreciable. Así, contradicción tras contradicción, nos acunamos en bandeja para servirles el desayuno a gargantas más débiles que las nuestras, con vocación de perdedores y socavón de interiores; sin sofás ni taquillones, ni camas desvencijadas ni guardarropas adecentados. Como si fuera la primera vez que las viéramos venir y no hiciéramos nada que no hubiésemos hecho ya antes, cuando tocaba afilar la piel y aguardar la nueva gota de saliva entre los dientes del enemigo, blancos y amarillos, asimilando que el proceso de reanimación empieza y acaba con la propia muerte.

Disco del mes: Les Breastfeeders – La ville engloutie

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