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DESDE EL JERGÓN

La música y los males sin remedio. El remedo de una melodía que te abraza sin mal que por bien no se tenga en cuenta. La venganza servida en plato templado y el empate de las fuerzas en colusión. El daño y sus aledaños. La culpa perfecta y la sentencia correcta. Ante todo esto, discutible más o menos en potencia, brilla la impotencia de no poder discutir. O no saber, que sería aún más grave cuando hay tantos argumentos arrojados a la cuneta a falta de alimento o conciencia. No es tiempo de merecer sino de perecer, o de parecer merecedores en el intento de pertenecer a algo o a alguien. La conciencia a favor, no en contra, de la inconsciencia. Es una prioridad indiscutible hacerse inaccesible a la autoridad, para que los abrazos, las risas y los estrechones de brazos no nos hagan cargar con el sudor ajeno. Es más de lo que necesitamos pero mucho menos de lo que anhelamos, porque la frustración no es sino el reflejo del mar inmenso que jamás podremos conquistar a nado. La confulgencia de varias insuficiencias abrillanta las olas y cuando rompen contra nuestro ansia todo parece comenzar de nuevo.

Al saber le llamaban suerte, y a la albura de algún amanecer locura del acontecer. Denominaciones hay miles y contraindicaciones decenas, por eso debemos arriesgar el alma y la pena a pagar por ello en aras del sonido que se nos incrusta en la cabeza para indicarnos qué hacer y qué no. Debo advertirles que en realidad estoy hablando en sueños y que todo lo que no expreso en voz alta se acumula en cojeras varias que afectan al caminar de las palabras por el filo de la lengua. No es incomprensión léxica sino incoherencia sintáctica, aunque ya nada importe un comino a nadie cuando se trata de maquillar las formas para disfrazar el fondo. Ningún ala sin tronco al que elevar ni cala sin bronca que aguantar. Así se construyeron imperios inmensos, partiendo del cero de la inopia y remedando antífonas a las que aferrarse ante la catástrofe venidera. Si las máquinas hablaran tendrían la voz propia de los improperios que nos guardamos, sin olvidar que seríamos nosotros los que crearíamos algo que funcionara como un reflejo de la vida misma. O como el arte, que no es otra cosa que la distorsión de la propia realidad y las manos atadas del inconsciente liberadas a la tensión del cambio. Los ampos que palidecen hasta la tez del más bamboche se recrean en la ausencia de color. Del calor se ocupan otros, del candor se preocupan otras.

Si aquí estamos para proferir adagios que acompañen las huélligas del cansancio no habrá otra razón más que añadir a lo ya sabido. Nos conformamos con el odio y nos confirmamos en el ocio, anestesiados por acontecimientos absurdos y apaciguados por elementos absortos. Es algo inmanente, el remanente de una estirpe remota y perdida en el tiempo y el espacio. Deberíamos salir al rescate, ponernos las botas de caminar por el fango y rebañarnos hasta la cintura para saber realmente lo que está ocurriendo. Hace falta valor, y las calles arden al sol de poniente con el fragor de las tribus ocultas cerca del río. Serán ellas las que hablen, o mejor, actúen, por todos y cada uno de nosotros. Al ocaso del verano se le ocurren falsas ideas para reverdecer pero no consiguen más que atraer a más y más nubes de espejismos negros. El horizonte está ya desbastado pero luce devastado, casi cejijunto y gruñendo de ira hacia un cielo donde la amenaza vive y revienta de orgullo. Su grandeza es invisible para el zorrocloco que porta las orejeras del día después y se enfrasca en su ignorancia como pura tabla de salvación. Al final hasta él y los suyos acertarán en las cabañuelas y nos tendrán el corazón bien empuñado. Cosas veredes, amigo Sancho.

Si concluyo que todo esto, lo expuesto y lo impuesto, obedece a una nueva jugada maestra en el arcidriche con que el destino nos reta cada día, no es descabellado pensar que mañana o tal vez el año que viene la partida será más agria, o menos dulce, y que los rivales se convertirán en enemigos por muy paradójico que parezca. Las piezas están marcadas y la salida de emergencia orientada hacia la entrada. La pescadilla que se duerme en la cola y la pesadilla que se despierta sola. El avatar que acatar. La revuelta nunca resuelta. Arrinconemos la pesadumbre y apadrinemos la mansedumbre. Otro gallo nos hará oír otro cantar.

Disco del mes: Jon Spencer Blues Explosion – Acme

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