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Cultura
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POR J.J. CABALLERO
DESDE EL JERGÓN
Publicado el 15 de Abril de 2016, Viernes

Lourdes Paredes Cuellas

Cultura -

Como un juego en el que apostar es la única vía posible a la victoria. Con la incertidumbre del que paga sin esperar servicio alguno a cambio y la sensación de que todo lo que entra ha de salir en algún momento, el argumento por bandera y la corrupción de un final inacabado como extraña vía de expresión. No hay salida ni reloj, no existe calendario ni principio ni horas que atrasar ni adelantar, solo la idea de la venganza reseca, restablecida en el paso de los días como una mancha perenne y agobiada de tanto camuflarse. Sustancias prohibitivas en bolsillos prohibidos de chaquetas gastadas de hombres perezosos de morir antes de tiempo. El ansia, morboso y equitativo.

Para aperar las nuevas componendas del destino solo es necesario esperar las enmiendas del camino. Apelar a la conciencia colectiva y apegarse a quien no las tiene todas consigo. En la vereda verde donde orillan los recuerdos más oscuros se oscurecen las ganas de remover el pasado más reluciente. Demediado y a medias olvidado, escribiendo los renglones angulados del porvenir sobre pieles calientes y cuadernos de penumbra, se recorren los campos de batalla tras el vasto viento de la victoria. Entre las ranuras del sopor que sobreviene al placer te amenaza la cuna de la incertidumbre, en la que cualquier criatura podría transformarse en otra completamente distinta y superior a la expectativa inicial. La crianza no supone una mejor experiencia ni la mezcolanza una mayor inconciencia. No hace falta más que la materia prima, una voluntad de acero oxidable y una tozudez a prueba de bombas de agua. Las otras, las que destruyen y laten en el interior de vientres tóxicos y ensombrecen los cielos de lugares remotos, ya duermen con nosotros cada tarde e incluso yacen lascivamente en nuestros lechos cada madrugada, cada vez que padecemos estáticos la masacre y consentimos en asentir sin derecho alguno sobre nuestros actos. Nos quejamos por nada, nos aquejamos de todo y nos bosquejamos por cualquier minucia. No somos más que presbíteros anclados a un territorio de vuelta por los siglos de los siglos, enterrados bajo mil llaves de hierro forjado y solo dispuestos a volver a pronunciar palabras de alabanza en la piel de las gotas que caen de nuestra propia frente. Desgraciados, dirían algunos. Amaestrados, gritarían unos cuantos. Amanerados, se encararían aquellos. Todo y nada a la vez.

Un susto morrocotudo en el cotudo lago de los deseos. Una fase anal presentada con clase banal y sucia. Una intendencia inundada de indecencia. Un malabarismo pendiente del último aforismo. Unos que van, otros que fueron, cientos que vienen, miles que irán. Millones de concejos cómplices y complicados en tramas irresolutas que nadie comprendió jamás. Que la parca miseria y la puerca difteria nos contaminen como hace infiernos de años, y que los que viven detrás de la ilusión sepan lo que se siente al dejar atrás tus sueños. Renunciaremos a las costumbres y sometidos al criterio más inútil del mundo echaremos atrás las tropas y adelante las tripas para gritar, y solo estará el cielo más alto que nosotros. Restregaremos el jabón entre los dedos y sentiremos la espuma brotar del estómago, recién salidos de un aseo pertinaz y recurrente que nos elevará al octavo o novelo piso del parnaso. ¿He dicho parnaso? No, lo he escrito, para nada, como todo lo que escribo con ansia, pero escrito queda. Por si hay alguien ahí que aún no se ha parado a pensar lo que pasaría si con la otra mano pudiera expresarme mejor. Este bodrio no tendría sentido sin su colaboración, señoras y señores, no lo olviden cuando intenten recordar de qué va todo esto. De nada. Gracias por todo.

No, aún no he acabado. Tráiganme doseles a la altura del pecho que oculten las venas del deseo voraz. Aumenten el precio de venta al púbico y olviden las eles que no cuentan la verdad. Mientan y resientan su propia piel pegada al cuerpo. Hagan un lene esfuerzo y quédense pasmados en la cola del supermercado. Rebusquen en esta urdimbre bestial hasta que encuentren la línea de salida. Regocíjense en su propia otredad y échenle la culpa al vecino de al lado, ese que les espía minuto a minuto para que sus pasos no sigan a los de usted mismo. Podría ser fatal, o incluso mortal de necesidad. Y como ya dije hace un segundo -¿o solo lo pensé?-, uno no puede resultar letal para uno mismo. En todo caso, que lo intenten los demás.


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