Publicado el 17 de Enero de 2021, Domingo
Azuaga - Opinión - Por estas fechas de diciembre, las nieblas de la Purísima, como
decían nuestras madres, extendían su capa gris por las calles donde los niños
de entonces disfrutábamos con nuestros juegos bastantes más sanos y menos
peligrosos que los juegos de ahora, fascinados en las pantallas de los móviles
cuyos órganos interiores pensados para el bien dejan filtrar implícitamente el
perjudicial veneno en mentes jóvenes, con los que son seducidos y atrapados
cuando ya, aunque lo quieran, no puedan dar marcha atrás y encontrar una
salida.
Como dije, por estas fechas, ya flotaba en el ambiente el espíritu de Navidad.
Ya llevábamos acarreando días atrás troncos y leña para la familiar
candela de la noche de Nochebuena. Digo familiar porque alrededor de ella se
juntaban los vecinos haciendo pasar de mano en mano la bota de vino y
algún plato con aperitivos, mientras se cantaban villancicos y los chiquillos
corríamos por la calle con hachones ardiendo. Todo era hermoso. Y más hermoso
aún el gesto de aquella vecina, pobre también, que el día de Reyes supo enjugar
las lágrimas y callar el llanto de una criaturita de seis o siete años cuyos
padres eran muy pobres y no le habían escrito la carta a los Reyes para
que le dejaran algo la noche mágica.
Los Reyes de entonces, a pesar de su nimiedad por ser tiempos
difíciles, nos hacían felices. Donde yo vivía habitábamos seis familias. El
dueño había mandado construir tres viviendas abajo y tres arriba. Teníamos un
patio comunitario y todos sabíamos en buena armonía unos de otros. Por ejemplo:
Los niños de mis vecinos sabían que a mí me iban a echar una cartera de cartón
para meter los libros con una cuerda al hombro. O quizás este año tan solo un
TBO, y no podía ser otra cosa. Yo también estaba enterado que a Lali la niña de
una de mis vecinas le iban a echar la cocinita de todos los años, solamente que
se la pintaban de distinto color… Cuando estábamos al día siguiente en la calle
enseñándonos los Reyes, la vecina pobre al oír el llanto de la niña a la que no
le habían echado nada, fue hacia ella, la llevó a su casa y la niña salió
sonriente con una muñeca pelona en la mano. A mí aquello fue una de las cosas
que me impactó y nunca olvidaré. Gloria al hombre, ese ser racional, que siente
dentro de sí la necesidad de ayudar a los demás. Y gloria a Dios, que le llama
hombre, precisamente por eso, por ser hombre; y nunca es más
gloriosamente libre que cuando obra libremente el bien.
¿Por qué será que los que se encuentran viviendo en más pobreza,
son los que se suelen compadecer de los que no tienen nada, y están siempre
dispuestos a ayudar? Mi entendimiento me dice que, al estar tan cerca de las
dificultades, saben de las mordeduras que sufren los que carecen de lo más
necesario y sacan de su corazón, entre todo lo bueno, lo más precioso para los
necesitados.
Aquellos
niños que éramos disfrutando en aquellas navidades inolvidables crecimos,
convirtiéndonos en hombres y mujeres. Y hoy vamos por la vida consumiendo
ilusiones y desilusionándonos por muchas cosas inaceptables corrompidas y
repugnantes. ¡Hay tanto que ayudar en las circunstancias actuales para quien
quiera hacerlo! Para todos sale el sol por igual, pero no a todos llega su luz
propia interceptada por los montes: el monte de la comodidad, el monte de no
querer comprometerse con nada, el no sacar sus quilates escondidos, el de
cerrar los ojos, el de lavarse las manos y allá se las apañen, cuando tantas
manos se nos tienden y tantas bocas nos imploran que los ayudemos… Y a
consecuencia de esta vaciedad e indiferencia nos envuelve la vida sin sentido,
perdidos en el laberinto absurdo y peligroso de no sentirse nunca satisfechos
con nada, las depresiones, la de ser uno mismo su propio enemigo, la soledad
del alma…
Aunque ya casi todo ha dejado de ser como antes
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